Cualquier persona mínimamente escolarizada sabe que las faltas de ortografía son malas. Eso es desde luego lo que se nos dice desde bien temprano en la escuela y por eso se suele someter a los niños a listas de reglas ortográficas. Sin embargo, muy poca gente es consciente de la enorme utilidad de las faltas de ortografía. En este artículo responderemos, pues, a una pregunta que a muchos chocará: ¿por qué a los lingüistas nos gustan las faltas de ortografía?
No entraremos aquí a debatir los aspectos sociolingüísticos y meramente prescriptivos relacionados con la ortografía. De eso ya se han ocupado y se ocupan otros medios y personas. Por tanto, la respuesta no es, lógicamente, que así podemos sentirnos superiores a los menos duchos en ortografía y disfrutar del placer de reírnos de sus errores y humillarlos públicamente.
La respuesta es —creo— mucho más interesante y, por supuesto, está relacionada con la gramática histórica en general y con la fonética y fonología históricas en particular. Veamos, pues, qué se esconde tras nuestra pregunta.
Pero empecemos respondiendo con la respuesta a otra pregunta…
Contenidos del artículo
¿Qué es la ortografía, para el caso?
Mientras que la gramática en sentido amplio es —o suele ser— natural, orgánica, la ortografía es un constructo artificial.
Para entendernos: la ortografía es establecida por una serie de personas —en el caso del español, los integrantes de la RAE/ASALE— en función de unos criterios que pueden ser más o menos acertados. Los más usuales son la correspondencia entre grafías y fonemas y la etimología, criterios no siempre conciliables y, de hecho, a menudo enfrentados a causa de la evolución natural de las lenguas.
Creo que todos diríamos, a priori, que una ortografía basada en la correspondencia biunívoca entre grafías y fonemas sería lo deseable y, aun así, el día en que se propusiere eliminar la muda ‹h› (como se hizo sabiamente en italiano hace muchos siglos) se sucederían los asaltos y las antorchas a las sedes académicas. Eso es porque también apreciamos el respeto etimológico, a pesar de lo cual tenemos aceptado no escribir *‹pharmacia› (< pharmacia), *‹bibliotheca› (< bibliotheca), *‹orthographía› (< orthographia) o *‹avogado› (< advocatu).
Básicamente, la única forma de saber que «ortografía» se escribía ‹orthographía› hasta bien entrado el siglo XVIII era saberse la grafía de memorieta o conocer la etimología griega: ὀρθογραφία, donde θ = ‹th› y φ = ‹ph›.
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¿Qué son las faltas de ortografía, pues?
La pregunta que realmente nos interesa es: ¿qué son las faltas de ortografía realmente? Pues, realmente, no son otra cosa que el resultado de una ortografía poco efectiva.
Ningún hispanohablante se equivocaría al escribir ‹Paco› y ‹Baco›. Eso es porque ‹p› y ‹b› representan los fonemas /p/ y /b/, respectivamente. Es decir, p y b distinguen palabras (pares mínimos) en español. Sin embargo, muchos hablantes nativos de chino o árabe (lenguas en las que no hay /b/ o /p/, respectivamente) tendrían dificultades (a causa de la sordera fonológica) al distinguir y, por tanto, al escribir correctamente, ‹Paco› o ‹Baco›. Ya vamos viendo por dónde van los tiros: para ellos hay una discordancia entre lo que se dice/oye y lo que se escribe.
Ningún anglófono se equivocaría al escribir boys y voice, pues en inglés ‹b› representa el fonema /b/, y ‹v›, el fonema /v/. Ya sabemos que en español ‹b› y ‹v› representan un único fonema, /b/. Por eso los hispanohablantes tenemos que aprender de memoria, en español e incluso en inglés (nuevamente a causa de la sordera fonológica), qué palabras se escriben con ‹b› y cuáles con ‹v›.
¿Y dónde crees que es más frecuente cometer faltas de ortografía en lo relativo a ‹s› y ‹z, ce, ci›? ¿En España (gran parte de la cual distingue los fonemas /s/ y /θ/) o en Hispanoamérica (de seseo generalizado)? Para quien distingue en su pronunciación /s/ y /θ/, la ortografía es tan fácil como la de ‹Paco› y ‹Baco›; quien no distingue tiene que memorizar qué palabras se escriben con ‹s› y cuáles con ‹z, ce, ci› igual que todos memorizamos ‹b› y ‹v›, y los yeístas, ‹ll› y ‹y›.
Concluyamos este apartado con un par de ejemplos definitivos. En —casi— ninguna variedad del español se aspira la ‹h›, y en ninguna se pronuncia de forma diferente ‹ge, gi› y ‹je, ji› → /xe, xi/. Eso quiere decir que, en español, la ‹h› (fuera del dígrafo ‹ch›, claro) es completamente inútil y solo es remanente rémora del prurito etimológico. Lo mismo ocurre con la distinción entre las grafías ‹ge, gi› y ‹je, ji›.
Cada vez que alguien comete un error con «desahucio», con «cirugía» o con «garaje», no hace sino poner en evidencia la poca efectividad —a estos respectos, al menos— del sistema ortográfico del español.
Las desastrosas ortografías del inglés y del francés
La distancia siempre facilita ver las cosas con mayor claridad. Por tanto, veamos la cuestión ortográfica con dos lenguas extranjeras con las que deberíamos sentirnos más o menos cómodos. Son las segundas lenguas que se han estudiado tradicionalmente en España y, afortunadamente para nuestros propósitos, son ejemplos perfectos de caos ortográfico.
Cualquiera habrá visto en las películas estadounidenses los spelling bees, esos torneos en los que los escolares tienen que deletrear palabras de mayor o menor dificultad.
No es este el sitio para entrar al detalle, pero, en resumen, podemos dar algunas razones:
- El sistema fonológico del inglés hace que la mayoría de vocales átonas se pronuncien como /ə/ (vocal neutra), independientemente de su ortografía. Cualquier hispanohablante sabe que «pestilente» se escribe con ‹e, i, e, e›; en cambio, un anglófono no puede saber a partir de la pronunciación si ha de escribir pestalential, pestalencial, pestalentual, pestilential o pestulential (ejemplo real).
- La evolución fonológica de la lengua no se ha visto reflejada en la ortografía, prácticamente inmóvil desde la difusión de la imprenta. La ortografía del siglo XV y XVI representaba razonablemente bien la pronunciación de la época, pero no la actual, tras cambios tan drásticos como los resultantes de la consumación del famoso gran desplazamiento vocálico.


Y más o menos lo mismo ocurre con el francés, bastante reacio a actualizar su ortografía (que —recordemos— no es más que una convención artificial) a los cambios reales de la lengua (natural, orgánica).
Así, como sabemos de los memes de internet, foie se pronuncia con las dos vocales que no están escritas, y la pronunciación de oiseaux ‘pájaros’ tiene 0 % de correspondencia entre grafías y sonidos:


¿Cuál es la utilidad de las faltas de ortografía?
Tras este largo —y espero que interesante— preámbulo, nos ha debido quedar clara una cosa: las faltas de ortografía reflejan la falta de correspondencia entre las reglas ortográficas (convencionales) y la pronunciación real (natural), ya sea porque las normas ortográficas fueran malas desde un principio, ya sea porque se han quedado desfasadas con el devenir de la lengua.
Como no hay mal que por bien no venga, esto tiene sus ventajas, al menos si te interesa la gramática histórica. Efectivamente, las faltas ortográficas son testimonio de los cambios fonológicos de las lenguas. Son el mosquito atrapado en el ámbar, del que podemos extraer el ADN de los diferentes estadios de una lengua.
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Algunos ejemplos de la utilidad de los errores ortográficos
La ciencia de analizar las faltas de ortografía para estudiar la lengua no me la he inventado yo para este artículo; mucho menos, el registrar y hacer patentes los errores ortográficos del populacho.
Mientras damos un breve paseo por algunos ejemplos de estas prácticas, veremos las implicaciones de estas faltas y las conclusiones que podemos sacar de ellas.
El Appendix Probi
El Appendix Probi o Apéndice de Probo es de mención inexcusable en un artículo como este. Fuera quien fuera el compilador del Apéndice de Probo, lo que nos ha dejado para la posteridad son algunos de los errores más frecuentes que cometían sus contemporáneos.
La mecánica del documento es bien simple: barbarus non barbar ha de parafrasearse como «es barbarus, no *barbar». Como este ejemplo hay otros 226, por lo que seleccionaremos solo algunos de los más jugosos. Por lo general representan algunos de los cambios fonológicos más importantes entre el latín clásico y el vulgar, pero también errores morfosintácticos y de otras naturalezas.
En la mayoría de los casos, estos errores son los que prevalecieron en las lenguas romances en general, o al menos en algunas.
Puedes aprender más sobre el Appendix Probi en este vídeo de mi curso de latín vulgar:
Cambios fonológicos
hostiae non ostiae nos indica que en latín cotidiano la h ya era muda y que era solo cuestión memorística saber qué palabras se escribían con o sin ella.
auctor non autor da indicios de la tendencia de simplificar los grupos consonánticos y abrir las sílabas cerradas: /ˈau̯k‑toɾ/ → /ˈau̯‑toɾ/.
mensa non mesa, tensa non tesa (cf. «tiesa») y persica non pessica (cf. italiano pesca ‘melocotón’) nos indican que algunas consonantes ante s desaparecían o se asimilaban.
passer non passar nos habla de la propiedad tan frecuente de las róticas de abrir la vocal que traban (cf. palabras terminadas en ‑er en inglés o alemán). El español «pájaro» procede de un acusativo vulgar passaru, lo cual incluso parece implicar un cambio a la segunda declinación.
auris non oricla muestra varios cambios: monoptongación de au en o, tendencia a usar sufijos diminutivos —cuestión morfológica— (auris > auricŭla) y síncopa de vocales breves intertónicas. Ni que decir tiene que «oreja» viene, tras varios pasos más, de oricla.
tolerabilis non toleravilis y alveus non albeus son errores causados por betacismo, ya sea por la debilitación de b intervocálica, ya sea por hipercorrección.
Cambios morfosintácticos
vico castrorum non vico castrae es una muestra de la tendencia a convertir neutros plurales en femeninos singulares. El sustantivo es castra, castrorum (plurale tantum neutro de la 2.ª declinación), pero se reinterpreta como castra, castrae (singular de la 1.ª declinación).
nobiscum non noscum y vobiscum non voscum demuestran la fosilización de estas formas pronominales con la preposición cum pospuesta utilizando el caso acusativo —generalizado en latín vulgar— en lugar del ablativo que le corresponde. Los pronombres connosco y convusco son arcaicos en español, pero los equivalentes aún son de uso en portugués.
pauper mulier non paupera mulier nos muestra la tendencia a distinguir género masculino y femenino en los adjetivos de una terminación. En este caso, triunfó en lenguas como el italiano, donde se distingue povero de povera, pero no en español, donde «pobre» (del acusativo estricto paupĕrem) se refiere tanto al masculino como al femenino.
Naturalmente, estos ejemplos y los del apartado siguiente no son errores ortográficos per se, pero resultan igualmente interesantes si ampliamos un poco el foco del artículo al cambio lingüístico en general.
Cambios por reanálisis y otros motivos
nurus non nura y socrus non socra dan testimonio de la lógica de los hablantes. Rescatando las etimologías de las relaciones familiares, sabemos que «nuera» y «suegra» (mujeres) deberían ser —de forma bastante chocante— algo así como «la nuero» y «la suegro».
effeminatus non imfimenatus quizá se explique por una etimología popular por la que se relaciona lo efeminado con lo ínfimo —se me viene a la cabeza lo de «nenuco» por «eunuco»—. Por su parte, la secuencia mf ha de reflejar (cuestión fonológica) que la f podía ser bilabial [ɸ] en lugar de labiodental [f], lo cual por cierto parece ser el origen de la aspiración de f inicial, como en farina > «harina».
rabidus non rabiosus es un caso de excesivo celo darderil. Si bien es cierto que rabidus es más clásico que rabiosus, esta última forma también sale de autores como Plauto, Plinio e incluso Cicerón.
amfora non ampora es un ejemplo doble de ley de Muphry o cualquiera de sus variantes. La forma considerada correcta no era ni amfora ni ampora, sino amphora (del griego ἀμφορεύς).
Más o menos lo mismo puede decirse de inscripciones como las de Pompeya, las tablillas de maldiciones, etc. No vamos a ahondar más en el tema.
Investigar a través de la rima
Pongámonos el gorro de detectives filológicos. Imaginemos que somos escolares del actual siglo XXI estudiando el Siglo de Oro y, más concretamente, la poesía de don Francisco de Quevedo.
El profesor de Lengua nos planta el siguiente soneto (más o menos adaptado al español actual) para que practiquemos analizando su rima:
Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y escriba,
érase un peje espada muy barbado.Érase un reloj de sol mal encarado,
érase una alquitara pensativa,
érase un elefante boca arriba,
era Ovidio Nasón más narizado.Érase un espolón de una galera,
érase una pirámide de Egipto,
las doce Tribus de narices era.Érase un naricísimo infinito,
muchísimo nariz, nariz tan fiera
que en la cara de Anás fuera delito.
Nosotros sabemos, porque nos lo acaban de decir, que un soneto puede tener rima ABBA ABBA CDC DCD. Hay varias cosas que nos pueden estar chocando.
Ya sabemos lo de la rima B en ‹‑iba› e ‹‑iva›. Quizá lo que más nos pueda estar extrañando es la rima D: «Egipto» no tiene rima consonante con «infinito» ni con «delito».
Realmente esto nos está diciendo que en época de Quevedo (o Quebedo) el grupo consonántico pt estaba simplificado en t, es decir, se decía —y se podía escribir— Egito, que ahora sí rima con las otras dos.
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Las faltas ortográficas en lingüística comparada
Hasta ahora hemos tratado, principalmente, la utilidad de las faltas de ortografía en lingüística diacrónica. También hemos hablado de otras lenguas en este mismo artículo, así que veamos ahora cómo nos pueden ser de utilidad los errores ortográficos de una forma sincrónica entre diversas lenguas.
Un hispanohablante con un razonablemente mínimo conocimiento del inglés no confunde al escribir its con it’s, their con they’re, your con you’re, etc. Parece lógico, ¿no? Sin embargo, estos son algunos de los errores más frecuentes entre los anglófonos. Al fin y al cabo, los miembros de cada una de estas parejas suenan exactamente igual.
Vayamos a algo que nos pueda ser de más utilidad a los hispanohablantes, sobre todo si somos profesores de español como lengua extranjera. Un polaco, escribiendo una redacción sobre su país, puede perfectamente escribir *‹Poloña› (caso real). ¿Qué nos está diciendo este error?
—No se escribe con ‹ñ› —corrige el profesor— sino con ‹ni›, porque se dice [poˈloni̯a], no [poˈloɲa].
Ante la confusión del estudiante, el profesor puede insistir:
—Po-lo-nia. Polonia.
—Poloña.—nia.
—ña.—Po…
—Po…—… lo…
—… lo…—… nia…
—… ña…—No, no: Polonia.
—¡Poloña! Lo digo igual.—No, no: tú dices [poˈloɲa], no [poˈloni̯a]…
—¡Pero si es lo mismo!
Efectivamente, de este diálogo hemos de deducir que en polaco no hay un contraste fonológico entre [ɲ] y [ni̯]. De ahí la sordera fonológica y también su falta de ortografía. Paradójicamente, su error ortográfico es el resultado de aplicar correctamente las normas básicas de ortoépica, pero con una de las variables erróneas.
Si tienes ocasión, pídele a un polaco que te explique la diferencia de pronunciación entre Kasia y kasza (aprox. kasha) o entre wieś, wiesz e incluso bierz (a oídos hispanohablantes, aprox. biesh). Luego podéis jugar a los pares mínimos: él dice cualquiera de las palabras y tú tienes que decir cómo se escribe.
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Últimas palabras y conclusión
Creo que ha quedado claro que las faltas de ortografía dan mucho más de sí que simplemente decir que algo está mal de acuerdo a unas normas artificiales que podrían ser más eficientes.
Aprovecho para recalcar que este artículo no es una justificación ni una apología de las faltas de ortografía, ni una defensa de la destrucción del castellano, ni una lamida de trasero a la RAE, que lo único que hace es simplificar para bajar el nivel. Si has llegado hasta aquí leyendo desde el principio, creo que ha quedado claro. Si estás haciendo fullería y estás empezando a leer el artículo por la conclusión, espero que quede claro desde ya.
Como decía, podemos ver una falta de ortografía y simplemente decir: «esto está mal: debería ser así o asá» (prescriptivismo); o podemos verla y preguntarnos e investigar cuál ha sido la causa (descriptivismo) y qué podemos sacar en claro de ahí. Ni siquiera creo que sean excluyentes. Un profesor de español debe decirle al estudiante que hay un error, pero también debería razonar para sí mismo y quizá con el estudiante la causa.
Antes de terminar, te invito a echar un vistazo a este reto lingüístico, donde se refleja precisamente todo lo que hemos estado explicando en este artículo:
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